MANILA, Filipinas. Reyjin sabe que su adicción puede costarle una bala en la cabeza debido a la “guerra contra la droga” emprendida por el presidente filipino Rodrigo Duterte, pero entra de todos modos en una casucha de Manila donde le espera su dosis.
Para él, como para muchos toxicómanos filipinos, la campaña radical contra los estupefacientes del nuevo jefe de Estado no ha cambiado nada. El síndrome de abstinencia es más fuerte que todo lo demás.
Más de 2.000 personas han muerto desde que Duterte, un abogado de 71 años, fue investido presidente en junio tras una campaña en la que prometió acabar con los narcotraficantes, aunque eso conllevara la muerte de toxicómanos o de pequeños vendedores de droga.
Duterte ha dado carta blanca a la policía para matar a los sospechosos que opongan resistencia durante el arresto y ha alentado a la población a implicarse en el combate.
El efecto ha sido inmediato: más de la mitad de los homicidios son atribuibles a civiles y a bandas criminales.
Unos policías armados patrullan sin parar el barrio pobre de Manila en el que vive Reyjin, un conductor de triciclo usado como taxi. Pero él sigue tomando su “shabu”, metanfetamina en argot.
“Da miedo porque podría ser el siguiente en la lista”, declara a la AFP este padre de tres hijos que quiere conservar el anonimato. Está demacrado y tiene la dentadura destrozada.
Reyjin, de 28 años, cuenta el caso de una mujer que le vendía las dosis.
‘Dos balazos en la cabeza’
“Estaba sentada en la calle y recibió dos balazos en la cabeza”, relata con frialdad, describiendo una secuencia típica: dos hombres armados y enmascarados irrumpen en moto.
Con frecuencia dejan un pedazo de cartón sobre el cuerpo de la víctima con la inscripción “drogado” o “traficante”. Se le llama la “justicia cartón”.
La policía afirma haber matado a 756 personas sospechosas de estar vinculadas al tráfico de droga.
El jefe de la policía filipina, Ronald dela Rosa, defiende a sus hombres diciendo que actúan en legítima defensa.
Sin embargo dos oficiales están acusados de asesinato por la muerte en detención de un padre y su hijo. La autopsia ha mostrado que habían recibido una paliza brutal que les partió los huesos y que fueron rematados con arma automática.
La violencia de esta “guerra contra la droga” ha hecho reaccionar a la ONU, a oenegés y a varios países.
Pero tanto Duterte como Dela Rosa alegan que actúan dentro del Estado de derecho y atribuyen los asesinatos cometidos por civiles a ajustes de cuentas entre bandas rivales de narcotraficantes.
Ambos afirman que no se deben tomar al pie de la letra sus discursos acompañados de incitación al asesinato, pero está claro que contribuyen a enardecer los ánimos y a una sensación de impunidad.
Un cuarto de sus ingresos
En la barriada de Reyjin, la violencia y la presencia policial han frenado el tráfico y aumentado el precio de una dosis.
Cuesta más pero sigue habiendo droga, algo preocupante para el presidente, que prometió poner fin al narcotráfico en seis meses.
“Si quiere comprar no se mueva de la calle, alguien se le acercará”, explica Reyjin, quien consume desde los 13 años. “Dé el dinero, le dirán que espere y otro le traerá la dosis”.
También hay escondites donde consumirla, en general viviendas alquiladas.
Reyjin gana 400 pesos (7,70 euros) por día con su triciclo y otros trabajos precarios. La cuarta parte de sus ingresos va a parar a la droga. Antes dedicaba 50 pesos diarios pero “la guerra” hizo subir los precios.
Sus vecinos cuentan a la AFP que su hijo mayor está mal alimentado y va al colegio con hambre. Los otros dos están sucios.
Reyjin es consciente de las consecuencias de su adicción para su familia. Sabe que sus hijos pueden quedar huérfanos. “A veces me digo que debería parar”, pero “mi cuerpo se niega”. AFP/por Cecil Morella