RABINAL, GUATEMALA. A Juan Chen Chen se le enciende el rostro y sonríe cuando habla de su infancia en los campos de su comunidad cuando jugaba pelota y trompo, mientras sus padres sembraban maíz y chilacayote.
Pero se pone serio, su voz sombría, y su vista se pierde en el horizonte cuando recuerda lo que le tocó vivir cuando un grupo de soldados llegó a su comunidad el cuatro de marzo de 1980. Chen pudo esconderse pero otros no tuvieron tanta suerte.
“Llegue a ver cuándo a mi papá le pusieron la bala en la cabeza”, relata. “Mi papá se quedó tirado ahí y los perros empezaron a comer su cerebro, me quedé cuidando su cuerpo. Fueron los soldados que le daban seguridad a la hidroeléctrica”.
Tras la incursión de los soldados él y su familia huyeron a la montaña.
La historia de Chen es una de las cientos de historias orales que la Fundación Shoah, fundada y financiada por el director de cine Steven Spielberg, ha recolectado y documentado.
Cuando terminen sería el esfuerzo, hasta ahora jamás hecho, por recopilar en video la mayor cantidad de testimonios de los sobrevivientes de la guerra en la nación centroamericana (1960-1996), donde unas 245.000 personas fueron asesinadas o desaparecidas, en su gran mayoría a manos de soldados y patrulleros civiles.
Esta es la primera vez que la fundación Shoah recopila testimonios de una guerra en América Latina. La fundación es especialista en el holocausto judío, de donde tiene ya recopilados 52.000 testimonios, así como de los genocidios de Armenia (1915-1923), de los Tutsi en Ruanda (1994), las masacres de Nanjing China (1937) y de Guatemala.
La fundación, establecida en la University of Southern California, ha recopilado ya 100 testimonios del conflicto y planea recopilar al menos 500 en colaboración con la Fundación de Antropología Forense de Guatemala. El resto se elaboraran entre los años 2016 para integrarlos todos en 2017.
Al menos 50 universidades e instituciones alrededor del mundo tendrán acceso completo a este archivo visual histórico, con fines educativos y cualquier persona con conexión a internet también lo tendrá, pero la cantidad de vídeos que puede ver es limitada.
Fredy Peccerelli, director de la Fundación de Antropología, explica que la intención es contar las historias “de las que nadie quiere saber, sin filtros políticos, ni ideológicos”, los cuales dan pincelazos de lo que fue la vida antes, durante y después de la guerra.
Con ese fin, trabajadores de la fundación se adentran en las comunidades para entrevistar a personas como Chen, un agricultor indígena Achí, sobreviviente de las masacres de Río Negro, en Baja Verapaz, a unos 175 kilómetros al norte de ciudad de Guatemala.
“Somos campesinos”, le dice a la entrevistadora Yeni de León, al recordar también cómo se casó con doña Margarita, cuando él tenía 17 y ella 15 años en una boda arreglada por sus padres y que conoció el día de la boda. “Siempre vivimos bien, no hubo hasta entonces, violencia”, recuerda.
Fue entonces cuando de repente llegaron los soldados buscando a unos campesinos que, supuestamente, habían robado enseres de trabajadores que entonces construían la Hidroeléctrica de Chixoy. Hubo una discusión y los soldados mataron a 7 personas, líderes de la comunidad, desatando años de terror en la pequeña comunidad.
Activistas aseguran que el gobierno quería desalojar a la población para evitar conflictos con la construcción de la hidroeléctrica, lo que generó miles de muertes.
Chen dice que fue forzado a unirse a los patrulleros civiles, hasta que un día lo encarcelaron y torturaron.
“Mire mis manos, aquí tengo una seña, mire mi pierna, me enterraron el cuchillo”, dice el hombre de 58 años, que cuenta su historia entre lágrimas. “Nos acusaban de guerrilleros”, dice disculpándose por su llanto, “no era cierto”.
Hoy Chen lo único que busca es que se haga justicia pues algunos de los patrulleros que lo torturaron aún vive cerca de su comunidad.
Pero conseguir justicia por los abusos de la guerra civil ha sido difícil en Guatemala. Muchos militares, acusados de ordenar o llevar a cabo asesinatos, mantienen su influencia y siguen libres por las calles décadas después de haber cometido los crímenes.
Varios intentos por llevar a juicio al ex dictador José Efraín Ríos Montt y a su jefe de inteligencia, Mauricio Rodríguez Sánchez, acusados de los delitos de genocidio y contra los deberes de humanidad por la muerte de 1.771 indígenas ixiles a manos de soldados durante los años de su gobierno de facto 1982-1983, no han funcionado.
El 11 de enero de 2016 la justicia guatemalteca de nuevo se pondrá a prueba para determinar la responsabilidad del ex dictador, aunque podría evadir el castigo porque fue declarado incompetente mental para afrontar un juicio.
Según el informe de la Recuperación de la Memoria Histórica, en este tiempo se cometieron al menos 422 masacres en todo el país. Las organizaciones de Derechos Humanos aseguran que la región norte del país sufrió los excesos de la guerra, especialmente las comunidades indígenas que sufrieron la peor parte de los asesinatos.
Fernando Osorio, de 70 años, también sobrevivió a las masacres en Río Negro, pasó dos años en las montañas, comiendo lo que pudiera para mantenerse vivo. Sentado en una silla, en el piso de tierra de su casa, vistiendo un sombrero de paja, Osorio no deja de hacer gestos con sus manos para explicar los horrores que vivió pues no habla bien español.
“Mis hijos estaban chiquitos, los agarraron como gatos y los estrellaban contra un palo de pino”, dice Osorio, a quien le asesinaron a sus seis hijos. “Los soldados se llevaron a las mujeres amarradas con las manos para atrás. Se las llevaron a un destacamento”.
Días después un grupo de hombres fue a reclamarlas, pero no tuvieron respuesta. “Nos dijeron que eran guerrilleros, no somos tontos, somos trabajadores pobres”, recuerda.
Tanto Chen como Osorio siguen viviendo en la pobreza extrema. A veces ni ellos ni su familia tienen que comer y viven mucho peor de cómo vivían antes de la guerra.
En septiembre de 2012, la Corte Interamericana de Derechos Humanos condenó al estado de Guatemala por las masacres en Río Negro y obligó al estado a resarcir a las comunidades. La obligación de mejorar sus condiciones de vida aún sigue pendiente.