Abogados protestan sentencias ejecutorias y descubren tarde que el fiscal no es juez
Por Francis A. Valdez Gómez, M.A.
Pensando en cuál sería mi último artículo del año, caí en la cuenta de una verdad incómoda que el ejercicio del derecho confirma con insistencia: cuando la ley no complace, la incomprensión se convierte en doctrina y el ruido en argumento. No es un fenómeno nuevo, pero sí cada vez más estridente.
La figura de la fuerza pública, concebida por el ordenamiento jurídico como una consecuencia estrictamente técnica derivada de la existencia de un título ejecutorio, continúa siendo tratada como un acto caprichoso, casi personal, una suerte de vendetta institucional. Poco importa cuán clara sea la norma o cuán firme sea la sentencia; si el resultado no favorece a quien esperaba un milagro, el problema deja de ser jurídico y pasa a ser emocional.
Es en ese punto donde el derecho deja de ser derecho y se transforma en espectáculo. En lugar de recurrir, impugnar o litigar, verbos incómodos que exigen estudio, método y disciplina, se opta por la puesta en escena. El desacuerdo se dramatiza, la frustración se exhibe y la ignorancia se disfraza de causa noble.
No se leen artículos, se levantan consignas.
No se entienden decisiones, se exigen culpables.
Porque cuando la ley no se arrodilla, muchos descubren que hacer ruido resulta más fácil que comprender el orden jurídico que dicen manejar.
Así, el debate serio es sustituido por una caricatura: un circo donde no se busca justicia, sino consuelo público; donde no se cuestiona la legalidad, sino que se castiga al mensajero. Y mientras el derecho permanece intacto, indiferente al aplauso y al abucheo, algunos siguen convencidos de que el problema no es su desconocimiento, sino la ley misma.
Conviene entonces decirlo sin rodeos, aunque moleste: la fuerza pública no es un acto discrecional del fiscal, ni una represalia institucional, ni el resultado de conspiraciones imaginarias. Es la consecuencia directa de la existencia de un título ejecutorio, tal como lo establece el ordenamiento jurídico.
La sentencia de adjudicación, por ejemplo, tiene carácter ejecutorio. El artículo 712 del Código de Procedimiento Civil, ordena al embargado abandonar la posesión del inmueble tan pronto le sea notificada la sentencia, estableciendo que su ejecución procede independientemente de los recursos interpuestos. El Tribunal Constitucional ha reiterado esta posición en decisiones como las TC/05/2015/0215, TC/0856/23, TC/0062/12 Y TC/0311/21 Y Sentencia No. 186, de fecha 28 de abril del 2021, emitida por la Suprema Corte de Justicia , dejando claro que la sola interposición de recursos no suspende la ejecución de una sentencia ejecutoria, salvo orden expresa de un tribunal competente. Pero leer jurisprudencia no genera titulares ni moviliza multitudes.
El verdadero despropósito comienza cuando las partes se presentan ante el fiscal pretendiendo impugnar una sentencia judicial, como si el Ministerio Público tuviera funciones jurisdiccionales. Conviene recordarlo, por si alguien se perdió esa clase en la universidad: un fiscal no puede suspender la ejecución de una sentencia.
Su función se limita a verificar si el título presentado es ejecutable. Si lo es, la autorización de la fuerza pública no es una opción ni una cortesía: es una consecuencia legal. Como lo ha establecido el propio Tribunal Constitucional siendo categórico al establecer que la suspensión de una sentencia solo puede ser ordenada por un órgano jurisdiccional y únicamente en circunstancias excepcionales. Pedirle a un fiscal que suspenda una sentencia no es valentía cívica; es una aberración jurídica.
Otro de los blancos habituales del espectáculo es el pagaré notarial, tratado como si fuera un invento ilegítimo y no un título ejecutorio expresamente reconocido por la ley. El artículo 545 del Código de Procedimiento Civil establece que ´el pagaré notarial constituye un título ejecutorio`, siempre que sea precedido por su notificación y un mandamiento de pago. Mientras no sea inscrito en falsedad, produce plenos efectos jurídicos. El Tribunal Constitucional, asi tambien lo ha reafirmado, estableciendo que la administración no puede negarse a ejecutar títulos válidos por presiones externas o consideraciones subjetivas. En otras palabras, cumplidos los requisitos, el fiscal no tiene margen para la creatividad.
Lo verdaderamente preocupante no es el desacuerdo. Lo preocupante es ver a profesionales del derecho arrastrando a sus clientes a un espectáculo público para encubrir su propia falta de técnica. Parecería que en algunas aulas se enseñó a protestar, pero no a recurrir; a denunciar, pero no a impugnar actos administrativos; a gritar, pero no a litigar.
Cuando no hay argumentos, se inventan conspiraciones.
Cuando no hay recursos, se fabrican mártires.
Cuando no hay derecho, se monta el circo.
Este no es un texto pedagógico ni una clase magistral. Es una constatación simple y brutal: el derecho no negocia con berrinches. Ni antes, ni hoy, ni mañana, las decisiones del Ministerio Público serán producto de presiones, escándalos ni montajes emocionales. El orden jurídico no se construye con consignas, ni se ejecuta con aplausos, ni se deroga con gritos. Se aplica. Punto.
Quien no sabe recurrir, grita.
Quien no sabe impugnar, acusa.
Quien no sabe litigar, monta un espectáculo.
El derecho, a diferencia de algunos de sus intérpretes improvisados, no tiene vocación de agradar. No se adapta al capricho del derrotado ni se arrodilla ante la frustración del incompetente. Sigue su curso, indiferente al ruido, al abucheo y al teatro.
El derecho no grita.
No marcha.
No suplica.
Simplemente se ejecuta, aunque a algunos les duela más que el silencio que deja una sentencia firme cuando ya no quedan argumentos.




